martes, 15 de marzo de 2011

'USOS DEL PESIMISMO' de ROGER SCRUTON




Roger Scruton, Usos del pesimismo. El peligro de la falsa esperanza, traducción Gonzalo Torné de la Guardia, Ariel, Barcelona, 2010, 217 páginas

 Usos del pesimismo de Roger Scruton es un brillante libro acerca de las virtudes del pesimismo, actitud vital, antropológica y moral, del ser humano que debe enfrentarse a sus principales adversarios: el optimismo sin escrúpulos y la falsa esperanza. Estamos, por tanto, ante un clásico ensayo filosófico. Aunque en sus páginas encontramos mucho más. El trabajo de Scruton ofrece una disección —casi podríamos decir, una autopsia— de la civilización occidental, infectada en todos los órdenes por los nefastos efectos que las fuerzas emocionales están teniendo sobre la libertad en la sociedad civil.
Profundos  errores del entendimiento y de la moral de los hombres, y aparentando lo que no son, optimismo y esperanza gozan entre la población de gran consideración y estimación. Siendo tenidos además como hábitos de conducta muy inocentes y saludables, de los que cabe hasta presumir en público. Sucede, con todo, como señala el autor, que «los errores más obvios son los más difíciles de rectificar.»
Roger Scruton (1944) es escritor y filósofo británico. Graduado por la Universidad  de Cambridge (1965), ha sido profesor de Estética en el Birkbeck Collage de Londres hasta principios de los años 90. Desde ese momento, se ocupa de tareas en régimen de free-lance, alternando actividades en calidad de profesor visitante en la Universidad de Oxford, en la Universidad de St. Andrews  y en el American Enterprise Institute en Washington DC. Reside con su familia en una granja en Binkworth, Wilsthire (Reino Unido).
Autor de una obra muy considerable, ha escrito más de una docena de ensayos y textos académicos, varias novelas y dos óperas, además de incontables artículos en revistas y periódicos. Podemos destacar en esa vasta producción los siguientes títulos: Art and Imagination (1974); The Meaning of Conservatism (1980); Animal Rights and Wrongs (1996), England: An Elegy (2000) y A Political Philosophy: Arguments For Conservatism (2006). El lector en español tiene a su disposición un número muy reducido de sus libros: Historia de la filosofía moderna: de Descartes a Wittgenstein (1998) y Filosofía moderna: una introducción sinóptica (2003). A éstos ha venido a unirse este último título: Usos del pesimismo (2010).

Nos las tenemos que ver con dos lobos conceptuales con piel de cordero. A juicio de Scruton, he aquí una de las causas que explica el auge y el prestigio social de las mencionadas ilusiones: el optimismo sin escrúpulo y la esperanza vana son asumidos y preconizados como virtudes porque se revisten de una falsa condición. La otra causa reside en la facilidad y la comodidad de su empleo, reproducción y publicidad. 

¿Qué cuesta ser optimista? Nada. ¿Quién duda de que «la esperanza es lo último que se pierde»? Nadie. Excepto los pesimistas y los escépticos, los agoreros y los desesperanzados (los desesperados), incorregibles individuos, repudiados por doquier y desde, prácticamente, todos los prismas morales e ideológicos.
Los gobiernos, la escuela y los medios de comunicación animan a la gente a que sea «positiva», a que «mire hacia adelante», a que tenga confianza… No importa en qué ni en quién. Lo que vale y cuenta en el observatorio regulador del bienestar de la muchedumbre es no ser negativos, ni amargados, ni crispados, ni aguafiestas. Bastantes cornadas nos da la vida para, encima, verlo todo de color negro…
El gran problema del optimismo sin escrúpulos y de la falsa esperanza es, en primer lugar, de orden teórico, por lo que comportan de espejismo y ofuscación frente a la realidad: «Hay un tipo de adicción a lo irreal que alimenta las formas más destructivas del optimismo: un deseo de suprimir la realidad como premisa de la que debe partir la práctica racional, para reemplazarla con un sistema de ilusiones complacientes.» (págs. 29 y 30)
El otro gran déficit, el segundo gran peligro que conllevan estas tramposas creencias, es de naturaleza práctica y moral. Sencillamente, los militantes del optimismo no aceptan la responsabilidad. Sus acciones y sus afirmaciones desconocen el sentido del recato y la cautela: «Las personas con escrúpulos que atemperan la esperanza con una dosis de pesimismo, son aquellos que reconocen los límites, y no sólo los obstáculos.» (pág. 43). Como se trata de dogmas que nada cuestan —son «gratis total»—, quienes los lanzan, ocultan la mano, si el efecto de su proyección ocasiona alguna grave consecuencia. Porque los optimistas siempre obran con buena intención.
No admiten las lecciones de la historia, ni la refutación teórica o científica. No aceptan ser discutidos y menos recriminados. Optimismo y esperanza funcionan, por tanto, como «puras» ideologías: son evidentes por sí mismas y no consienten la crítica ni la enmienda. Su soporte de transmisión es la propaganda y el aparente «sentido común», cuando, en el fondo, contienen letales falacias. Scruton las enumera y analiza concienzudamente, pasando, a continuación, a denunciar el peligro que entrañan: la falacia del mejor caso posible, del «nacidos en libertad», de la utopía, de la suma cero, de la planificación, del movimiento del espíritu, de la agregación…

No habla Scruton de abstracciones. Un discurso gubernamental centrado en que «algún día» saldremos de la crisis económica y que, entre todos, los problemas se arreglarán. Estimular la expansión crediticia y animar el endeudamiento público y privado, bajo el argumento de que los Estados no quiebran y las deudas siempre acaban pagándose. Minimizar la preocupación por el futuro aduciendo que a largo plazo, todos estaremos muertos (J. M. Keynes). Sostener en público que hablando se entiende la gente. Escuchar por boca de un empleado de banca que el producto de inversión, cuyo cliente le señala las pérdidas, algún día ganará. Proclamar que el sacrificio material y espiritual de una sociedad está justificado en función de la grandeza liberadora de una Idea definida por una vanguardia política. Dejar, en fin, a los niños que se eduquen por sí solos, y no bajo la tutela de un padre, un profesor y un maestro, apelando a una hipotética «libertad natural» del ser humano. He aquí unos pocos ejemplos de cómo grandes palabras y conceptos vacíos pueden acabar arruinando el legado de una civilización labrado a lo largo de milenios.
Roger Scruton, lógicamente, no promete —ni puede prometer— remedios a semejantes imposturas y errores. Tampoco podría esperar el lector atento lo contrario. Sí propone, no obstante, sustituir las rutinas optimistas por los usos del pesimismo. Por ejemplo, aprender a ser más críticos, menos confiados y un poco más escépticos al afrontar nuestros propósitos vitales. Sustituir la neta confianza en los demás por la fe en uno mismo y en la propia acción. No ver obstáculos y estorbos donde, necesariamente, debe haber límites y reglas. No exigir derechos a cambio de nada, y olvidarse de los deberes.
A los optimistas sin escrúpulos y a los fanáticos de la esperanza sin fronteras Scruton los denomina «transhumanistas». ¿A quiénes señala? Sin ir más lejos, a aquellos que están de vuelta de todo sin haber ido a ninguna parte. Y para viajes de ese género no hacen faltan alforjas.

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